viernes. 03.05.2024

Es tiempo de rosados

Y no confundir con claretes, que eso forma parte de las pesadillas enológicas de tiempos postreros. Un clarete es una mala mezcla de blancos y tintos que no es chicha ni limoná. Algo vacío y sin miga, un quiero y no puedo adornado por la nada.

Hoy podemos decir que los rosados están de moda en sus dos vertientes cromáticas, desde la más llamativa e intensa de los frambuesas, a la afrancesada y estilosa de los asalmonados. Y están de moda, entre otras cosas, porque están muy buenos. No es que puedan aspirar a la Champions, pero sí que pueden presumir -algunos- de haber ascendido a primera división. Tienen el problema de lo efímero, pero ese problema es común al cava y el champán, y no por eso son malos vinos, sino muy al contrario, son socios de honor en el selecto club de la excelencia vinícola.

Yo no sabría decir si soy más de blancos o de tintos. Diría que soy de los dos, pero que sean buenos. Y también diría que depende de muchas cosas: de la comida, del clima, de la zona o región en que me encuentre, de mi estado de ánimo y, sobre todo, y muy por encima de lo demás, de la compañía. ¿De qué me sirve pedirme un gran tinto si mis acompañantes son más de blancos? Como bien decía mi gran amigo Joaquín Parra en la entrevista que le hizo este diario a propósito de la presentación de su Guía Wine Up –enhorabuena, por cierto, por su reciente y merecidísimo reconocimiento -, los vinos se crecen en buena compañía.

Si uno se reúne con las amistades se supone que ha de intentar que se cree un buen ambiente y, para que eso ocurra, debiera haber concesiones. En este sentido, los rosados pueden considerarse como un punto de encuentro, ese lugar en que nadie queda plenamente satisfecho pero todos son tenidos en consideración. O sea, lo que viene siendo intentar dar gusto a todo el mundo o a la mayoría: un cinco para todos y matrícula para ninguno. Y es que así creo yo que debiera ser la vida –cuando se trata de compartir, me refiero-, porque si resulta que por gustarme mucho los potentes tintos de Ribera del Júcar, me voy a empeñar en que todos se beban la botella, igual a la próxima me la tengo que beber yo solo. Y qué quieren que les diga, beberse un vino en soledad puede estar bien un día, pero así, de continuo, como que no.

Yo creo que en España, de un tiempo a esta parte, nos hemos ido enrocando en nuestros gustos vinícolas por vaya usted a saber qué. Éramos de blancos y tintos, la verdad sea dicha, pero de ahí a convertirse en un ultra de los tempranillos o de los  Chardonnay, hay un trecho importante. Y mira por dónde,  que de tanto bebernos el vino solitos en nuestras casas, parece que nos hemos ido dando cuenta de que entre Socuéllamos y Las Mesas está San Isidro, y si antes los intrusos del pueblo vecino iban a parar al río cuando no eran bienvenidos, ahora los de un lado y el otro nos podemos cruzar por el puente y hasta darnos un abrazo si se tercia.

Pudiera ocurrir incluso que nos diera por sentarnos en el merendero a compartir el almuerzo y, que al sacar nuestros respectivos vinos para regar el asunto, apareciese un gesto de contrariedad en los rostros ante la visión de la botella ajena. No estaría de más, en tal caso, que por la ribera del Záncara llegara un paisano y nos plantase en la mesa una botella de rosado. Que, por cierto, si es que es del tipo de los asalmonados, ya me dirán ustedes si el color del salmón no ha sido siempre el naranja. O sea, que ni realmente el salmón es rosado, ni este artículo –aunque lo parezca- pretendía hablar de vinos. Lo que yo quería era hablar de políticos: azules, rojos, morados y, sobre todo, naranjas.

Es tiempo de rosados