viernes. 03.05.2024

Un juglar en la Moncloa

Si quieres subir en las encuestas tienes que saber cantar, bailar, saltar, volar, cocinar… ¡qué sé yo cuántas cosas tienes que saber hacer!

Al igual que nuestro cine ha ido incorporando formas y ritmos narrativos más propios de Hollywood que del solar hispano (lo que no deja de ser bueno en muchos de los casos, y acudan si no a La Isla Mínima o El Ministerio del Tiempo, para no ir muy lejos), también en la política parece que la tradicional y austera sobriedad castellana ha ido dando paso a un nuevo y remozado estilo, denominado ‘nueva política’. Nuevas e ilusionantes maneras, que de ser un soplo de aire fresco en sus comienzos, ha devenido progresivamente en una especie de esquizofrénica olimpiada del buenrollismo y el disparate, de difícil -cuando no imposible- digestión. La peli tuvo un comienzo prometedor, pero el argumento se está liando en exceso. De tener ritmo y energía, y un guión bien hilado, ha pasado a resultar cansina.

Que un político ofrezca seguridad, solvencia y confianza, que proporcione garantías de buena gestión y que sea lo que de siempre ha venido a llamarse un hombre de Estado, eso es algo que ya no mola y, por descontado, no es suficiente. Ahora se lleva otra cosa. Es la moda, colega, ¿o es que no estás al loro, tronco? Ahora hay que ser guay, un hombre para todo. Si quieres subir en las encuestas tienes que saber cantar, bailar, saltar, volar, cocinar… ¡qué sé yo cuántas cosas tienes que saber hacer! Lo de menos es que tengas una sólida formación humanista, sepas de derecho y economía, conozcas a fondo tu país y el entorno, te manejes con esas cosas tan banales de la geoestrategia, hables idiomas… ¡Glup!,  ahí me he colado, en eso son mejores los de la ‘nueva política’.

Que yo recuerde –y salvo el increíble poder mediático de JFK- fue Bill Clinton quien dio el pistoletazo de salida tocando el saxo en público. Parece ser que tampoco se manejaba mal con la flauta –no tanto como Kennedy, dicho sea de paso-, aunque tuvo el infortunio de que se escuchase la melodía más allá de las paredes del despacho oval. Obama tampoco es manco con estas cosas del buen rollo, es un tipo muy bailón. En fin, todo muy americano, ya saben; todo muy medido, todo muy mediático. Hay que vender el producto y el producto no se vende sin un buen packaging. ¿Que dice ‘usté’ que la hamburguesa del McDonald’s no tiene nada que ver con la de la foto? ¿Y que además, está mejor la que le ponen en el bar de su pueblo? Ya, pero no me irá ‘usté’ a decir que no está mejor hecha la foto esa que la del bar de su pueblo, ¿eh?

Yo no sé cómo lo verán ustedes, pero si mañana me tengo que subir a un avión, lo que quiero es que el piloto sepa pilotar y, además, tenga muchas horas de vuelo. Tampoco me gustaría que amparándose en sus portentosas dotes como aviador me lleve al destino que le parezca y se quede con la facturación del pasaje, a ver si me entienden. No obstante, que antes de despegar me cante una nana con su guitarra o se marque una bachata con las azafatas, es algo que me puede generar más recelo que confianza.

Decía Mauricio Wiesenthal en su ‘Libro de réquiems’, a propósito de la irreverencia y excentricidades del inclasificable y genial dramaturgo irlandés Oscar Wilde,  y haciendo una reflexión sobre la inveterada costumbre inglesa de adorar a sus genios rosas, para luego sacrificarlos: “Este es el secreto del espíritu británico, la receta mágica que les llevó a levantar un imperio: aman la originalidad y el individualismo; pero saben que la vida pública no soporta estos excesos. Adoran un elegante y discreto tono gris que es una garantía en un líder o un político, un administrador o un jefe”.

No seré yo quien alabe las bondades del Imperio Británico y, sí por el contrario, estaré siempre al lado de plumas tan excelsas como fue la de Wilde. Pero en lo que se refiere a política y a la trascendencia de decisiones que requieren de prudencia, mesura, conocimiento y causa; lo tengo muy claro, prefiero a un tipo serio que a un juglar en La Moncloa.

Un juglar en la Moncloa