sábado. 04.05.2024

Doña Juli

Si pienso en la Navidad, pienso en el niño, y pocas personas habrán conseguido nunca transmitir la magia de estas fechas como lo supo hacer ella.

En mi breve tránsito por la política local, en los mítines, comenzaba mis intervenciones presentándome como “el hijo de Vicente y de la Etelvina”. Tengo que confesar, sin embargo, que aquella presentación no era del todo completa, aunque puede que ninguna lo sea. Quizá debiera haber añadido: “… y alumno de Doña Juli”. Cierto que los padres son lo más importante, pero ¿qué sería de nosotros sin la figura y tutela de ese cincel que esculpe lentamente al niño, que se hace hombre? ¿Qué sería de nosotros sin los profesores?

Creo que el recuerdo de nuestra querida maestra me ha llegado evocado por la cercanía de la Navidad. Son fiestas para retornar a los seres queridos, días entrañables. Y Doña Juli, nuestra maestra, era una mujer entrañable. Si pienso en la Navidad, pienso en el niño, y pocas personas habrán conseguido nunca transmitir la magia de estas fechas como lo supo hacer ella.

Como le ocurriera a Mr. Scrooge en el cuento de Dickens o a James Stewart en ¡Qué bello es vivir!, llega para todos un momento en que sobrevolamos en retrospectiva el camino andado y nos vemos a nosotros mismos en la distancia del tiempo que fue y que jamás volverá, arrebatados por la melancolía y, a veces, por el desamparo. Porque ese Peter Pan que nos llama a voces desde lo más hondo de nuestras almas, quiere volver a refugiarse de nuevo bajo el manto protector. Y es entonces cuando comienzas a entenderlo todo. Comprendes que esa mujer pequeñita y pizpireta, de corta melena rubia,  que iba y venía todos los días con su 127 blanco, era mucho más que tu profesora. Casi me atrevería a decir que fue para todos como una segunda madre.

La tarde en que fuimos a su casa, por primera y última vez, fue para llevarle un regalo. Lo habíamos comprado en la tienda de Andrés, en la Calle Don Quijote. Ella vivía en las casas blancas, al lado del parque de tráfico. Traspasamos el umbral de su puerta con emoción, veneración y respeto, y nos fuimos colocando en derredor del salón, esperando a que lo abriera. Calibrar la importancia de un presente es algo bien sencillo, basta con observar la inquietud del que lo hace. Nosotros temíamos defraudarla, pero ella era de esas personas que saben dónde está el auténtico valor de las cosas, porque tienen buen corazón, y de forma innata, reconocen la verdad y la entrega.

Yo no me enteré de que tenía un marido hasta la excursión de octavo. Para mí, Doña Juli era un mundo en sí misma, no sabía que pudiera haber nada más a su alrededor que nosotros y su 127.  Pero vaya si lo había. Todavía resuenan en mi memoria las voces de Feliciano por las calles de Algeciras. Cantábamos todos en un ordenado caos, siguiendo su estela e impregnados de su alegría. ¡Qué grandes vasallos fuimos al tener tan gran Señor!

La semana pasada, pensando en escribir sobre ella, pregunté con temor a un amigo. Pero el miedo era infundado. Me dijo que vive en Ávila, su ciudad natal, al abrigo de sus murallas. Y pensé qué bonito sería que pudiera saber de nuevo de esos cuarentones que comenzaron a asomarse al mundo de la mano de sus enseñanzas y consejos. Me gustaría que supiera que la tenemos en nuestro recuerdo. Que a veces, al reunirnos, hablamos de ella con gratitud, admiración y cariño, porque es mucho lo que le debemos. Que al llegar la Navidad, en nuestra cena, cantamos su villancico; ese que jamás olvidaremos porque tan bien nos lo enseñó.

En ¡Qué bello es vivir!, un ángel baja del cielo para mostrar a James Stewart cómo hubiera sido la vida de los suyos si no hubiera nacido: mucho peor. Mi vida y la de mis amigos tampoco hubiera sido la misma si la fortuna no hubiera tenido el detalle de regalarnos tan magnífica profesora como lo fue Doña Juli.

Vaya desde aquí mi reconocimiento para ella, y un sentido homenaje para el esfuerzo y dedicación de todos aquellos maestros que, día tras día, hacen de nuestra vida algo mejor.

Doña Juli