jueves. 25.04.2024

Don Charnego de La Mancha

En un lugar de Cataluña, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un charnego de los de jamón serrano en la despensa, garrota antigua, navaja de Albacete y gos d’atura corredor. Una olla de mucho más caldo que chicha, torreznos las más noches, butifarra y espetec los sábados, pan tumaca los viernes, alguna crema catalana de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su salario.

Así podría comenzar la historia de cualquier emigrante manchego en tierras catalanas por los años sesenta o setenta, emigrante que al igual que Cervantes, pluma inspiradora del primer párrafo de este artículo, tendría que dar más vueltas que un trompo para poder echarse al buche cualquiera de los bocados anteriormente señalados. Son las cosas que tiene la vida, que para seguir respirando hay que comer todos los días y, algunos, como Alfredo Landa y Sacristán, se iban ‘a Alemania Pepe’, Bélgica, Holanda, Francia… y otros se quedaban por España (Madrid, Valencia, Cataluña…).

Si un manchego cualquiera, o socuellamino, que verdaderamente haya sido o sea emigrante en Cataluña, comete la insensatez de leer este potaje de letras entrelazadas como Dios me dio a entender, pudiera pensar qué demonios hace un tipo como yo hablando de cosas como estas, que tan lejanas me quedan. Y ciertamente no le faltará razón, pero tampoco la tendrá toda. ¿Quién soy yo para hablar de emigrantes?: nadie; ¿y para hablar de España?: un español; ni más ni menos que cualquier otro.

Emigrantes hay que siguen sintiendo a su tierra tanto o más que el día que se fueron. Otros que se identifican a tal extremo con la de acogida que se vuelven más papistas que el Papa. Y  por último, los que no reniegan de la una ni de la otra. Los sentimientos son cosa de cada cual, pero la sangre no se elige, se nace con ella. Un catalán puede no sentirse español, mas no por eso dejará de serlo, pero ¿puede abandonar España y obligar a su vez a otro, que no quiera ser extranjero en su tierra, a lo mismo? La verdad, eso es irrelevante; lo verdaderamente importante es si pueden hacerlo 1.957.348 catalanes que se han manifestado en favor de la secesión frente a 3.357.565 que se han mostrado contrarios o, sencillamente, no han optado por nada.

Y así, topamos con la piedra rosetta en esta secular trifulca; aún si pudieran, ¿debieran? Pues no, y me explico. Hay en Socuéllamos mucha afición al Athletic y al F.C. Barcelona. Por haber, hasta hay dos peñas, de gran solera y tradición –más la primera que la última-. No sé de ninguna  peña del Bayern Munich, Anderletch, Ajax de Amsterdam u Olimpique de Lyon. En Manresa, por ejemplo, hay una peña madridista. Y desconozco si la habrá de cualquiera de los clubes europeos anteriormente referidos, pero me extrañaría mucho. Quiere decirse que hay una identificación cultural y sentimental a este lado de los Pirineos que deja de existir más allá de ellos. No se me oculta, como ya he dicho, que hay casi 2 millones de catalanes que no piensan igual. ¿Pero qué hay de los más de 3 millones que sienten ese vínculo especial con el resto de España? ¿Es una actitud responsable y coherente con la historia y la convivencia prescindir de ellos?

La libertad y la convivencia debieran ser los principios inspiradores de cualquier acción política. El dirigente que cometa la insensatez de arremeter contra ellos acabará por morderse la lengua y, tarde o temprano, caerá abatido por el mismo veneno que anteriormente escupiera. Llamar charnego a un manchego (o cualquier otro emigrante español) es, si acaso, un pecado venial, algo con lo que se malvive, pero no tan grave como para romper el tablero contra el suelo. Que el charnego, en cambio, acabe siendo extranjero, es sacrilegio tan grande que nos condena al averno.

Don Quijote pasó muchos de sus días desfaciendo entuertos por tierras catalanas, con tan poco éxito como en el resto de sus empresas y hazañas.  No creo, por tanto, que fuese el mejor emisario para resolver esta vaina del independentismo, aunque tampoco hubiera sido tan nefasto como otros, a quienes hoy, les viene encomendada esta labor. De todos modos, no sería lo peor que le llamasen Don Charnego en lugar de Don Quijote, lo que sería el acabose es que se topase con una aduana y tuviera que presentar el pasaporte.

¡Escolti, non fuyades, cobardes y viles criaturas, ¿osáis a Don Quijote pedir pasaporte?! No, hombre, no.

Don Charnego de La Mancha