sábado. 18.05.2024

Leer es democracia

Hay que defenderse. Siempre ha habido que defenderse de quienes quieren quitarte lo tuyo, y eso es relativamente fácil porque la agresión es evidente. Más difícil es defenderse de quienes quieren quitarte no sólo lo tuyo sino que además –y sobre todo– quieren desposeerte de ti mismo. Pretenden que dejes de ser quien eres y que no llegues a ser quien has de ser. Incluso quieren que dejes de ser quien eras, que olvides tu pasado: que no lo conozcas, que ignores tu historia y tu estirpe. Son los ladrones de la vida y la ganzúa con la que abren nuestras puertas es la mentira: aunque en realidad lo que quieren es que les entreguemos dócilmente las llaves de nuestra casa; más aún: que no sepamos que tenemos casa propia.

Mentir es nublar la realidad, ocultarla, deformarla, alejarla hasta hacerla desaparecer. Vivir en la mentira es vivir en una no-realidad. Es decir, en la realidad impuesta por esos ladrones de la vida. Eso han hecho siempre los totalitarismos: construir una no-realidad y poco a poco imponerla. Siempre actúan con la mayor de las violencias, la mentira: fuerzan la sencilla y magnífica realidad, la estrujan hasta que consiguen cambiarla a la medida de sus deseos, de sus intereses. Y luego, inventan las maneras de que las personas se subyuguen a ese monstruo, que dejen de verlo como el monstruo que es y lo amen.

“Ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano”. El protagonista de 1984, la novela de Orwell, acaba aceptando que todos sus esfuerzos, todo el sufrimiento padecido por defenderse de la no-realidad no eran sino su propia tozudez, que le exiliaba del corazón amante de quien se había empeñado en ver como un monstruo. Ya el Monstruo reina tranquilo en su imperio: ¡sus súbditos le aman! Creen que son espontáneos pero sólo son pura reacción previsible a la que han aprendido a llamar libertad.

“Han aprendido a llamar libertad…”: Porque el mayor interés del Monstruo es enseñarnos a hablar. Bien conoce la realidad sobre la que ejerce su mentira: el lenguaje; y lo coloniza a su imagen y semejanza. Él se arroga el derecho de inventar el nombre de las cosas: cualquier nombre, con tal de que aleje la inteligencia de los nombres exactos que tienen las cosas.

Los totalitarismos buscan la abolición del hombre, es decir, de su libertad. La democracia acepta al hombre, es decir, sólo puede enraizar en la libertad que se despierta al conocimiento verdadero de la realidad: la de fuera y la de dentro de las personas. “¡Conócete a ti mismo!”; o dicho de otra forma: “Conocerme y conocerte”. Hablamos de la democracia humana, no de la falsa democracia a la que el Monstruo ha conseguido dar nombre: la de los mercados y de las ideologías, de las burocracias y los medios de comunicación que ignoran que sólo hay comunicación –abierto diálogo– cuando la verdad y la libertad se viven como irrenunciables.

Hay que defenderse, hay que custodiar las llaves de nuestra casa. Leer, sí, sirve de mucho. Es una buena defensa precisamente porque es una maravillosa forma de pensar, justo lo que el Monstruo detesta. El Monstruo aborrece los libros; al fuego los arroja y sólo admite los escritos a su dictado. Sabe bien que nos fortalece la conversación silenciosa, el diálogo vivo con quienes ya hablaron largamente con la gente de nuestra estirpe y la enseñaron a modular el tono de su voz para que supieran nombrar bien las cosas; para que supieran escuchar lo que dicen las cosas. Para que supieran quiénes son. “Yo sé quién soy –respondió don Quijote–, y sé que puedo ser (…) todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada una por sí hicieron se aventajarán las mías”. Y cuánto y qué bien había leído don Quijote: “Yo he leído en Virgilio…”

La auténtica democracia va más allá de unos actos esporádicos que el Monstruo ha aprendido a prever –la democracia electrónica–. La democracia humana hace posible que cada persona tenga el derecho de poner al servicio de todos lo mejor de lo que dispone: su propio yo inteligente y libre, configurado más allá de la información, más allá del conocimiento incluso: enraizado en la sabiduría. Leemos, pues, para pensar mejor, para ser mejores, para saber que no estamos solos, para buscar consuelo, para saber quiénes somos y a qué estirpe pertenecemos.

Leer es democracia